domingo, 28 de junio de 2009

La voz que mece las penas

Chavela Vargas (San Joaquín de las Flores, 1919) se supo diferente, extraviada y malquerida desde su infancia. A punto de perder la vista por una enfermedad, cambió desde muy temprano los juegos inocentes por serenatas y bohemia como un preámbulo a su inminente grandeza. Progenitores que nunca la quisieron y unos tíos que, espera Dios tenga en el infierno, formaron el inventario de una infancia privada de felicidad. Esos años de vagabundeo precoz forjaron el aire doloroso con el que habría de ganarse la vida. A los 14 años escapó de Costa Rica sin mirar atrás.

Ancló su melancólico inconformismo en México. Lo hizo suyo. Se apropió de las rancheras, el tequila y las espuelas de una cultura, otrora páramo de machos, a la que desafió con el arma incontenible de su voz. Primero fueron las calles y cantinas del D.F., quince años de trabajos esporádicos y noches de borrachera, "porque en México, verdad, te invitan una copa y terminas a las cinco de la mañana." En 1960 grabó Noches de Bohemia, su primer disco, sin más experiencia que la vida misma y bajo el ala de José Alfredo Jiménez, poeta de cotidianidades que encontró en Chavela la mensajera perfecta de su sabiduría, para llevarla al rincón de una cantina, ahí donde ya no queda fe. Y aunque a lo largo de sus ochenta grabaciones la Vargas ha interpretado a diversos compositores de México y Latinoamérica, son los temas de su amigo y protector los que mejor le salieron. Chavela entendió como nadie el trasfondo inmenso de un escritor que, como ella, amaba sufriendo. “José Alfredo fue demasiado: su entrega, su pasión, su dolor, su México. Era un enamorado de su patria: era su inspiración. Con él viví una época de ensueño."

Con el éxito de sus primeros discos vinieron épocas de bohemia trasnochada junto a otros talentos desmedidos que la adoptaron como fuente de inspiración para su propio universo. Juan Rulfo, Agustín Lara o los geniales Diego Rivera y Frida Kahlo, con los que compartió interminables noches de tequila, rancheras… y también amor pues Chavela nunca ocultó sus sentimientos hacia la pintora mexicana con quien compartió una existencia tan llena de arte como de padecimientos. Esa historia imposible marcó el inicio de un secreto a voces sobre su sexualidad; recién a los ochenta años confirmó en una entrevista lo que todos sabían. Y aunque comunidades gay de muchos países la han adoptado como icono, lo cierto es que su grandeza trasciende a una mera etiqueta sexual.

Grandeza que forjó sin más acompañamiento que un par de guitarras dolientes para hamacar con sus cuerdas el murmullo de sus gritos temblorosos. Del mismo modo, hizo de un poncho color sangre la insignia con la cual pararse en un escenario que convertía en taberna, en campo de batalla, en la cama herida de dos amantes imposibles. Cada disco, un testamento; cada concierto, las últimas palabras de un condenado a muerte en el paredón. Así de tenso, así de emotivo; porque Chavela muere cuando el La menor de una guitarra concluye una canción… para resucitar con la siguiente. Sólo los machos sobreviven a esa vida atormentada. Ella también.

Se retiró parcialmente a inicios de los ochenta, los excesos le pasan la factura hasta el más recio, pero dolientes alrededor del mundo necesitaban de una voz como la suya como fondo para sus propias penas. Retornó libre de octanos, más ronca, más desgarrada, perfecta. El primero en reclamarla fue Pedro Almodóvar, que la hizo sin reparos una de sus chicas. Contribuyó en el soundtrack de Tacones Lejanos con la canción “Luz de Luna" además de una breve aparición en La flor de mis secretos. Sobre esta experiencia al lado Almodóvar comentó "En el momento más importante de la película, digo: “Tómate esta botella conmigo, y en el último trago me besas”. Qué divino ¿no?". Para el director manchego, contar con ella fue poco menos que un privilegio inmerecido.

Con los años, otros artistas se han rendido a la sencillez cansina pero nunca extinta de Chavela. Ahí están Joaquín Sabina, que la homenajeó en su Boulevard de los sueños rotos -además de un duelo de voces carrasposas en la genial Noches de boda- Miguel Bosé, que bebió de su talento en su último disco de estudio, y el director Alejandro González Iñárritu que sonoriza una de las mejores escenas de Babel con el clásico Tú me acostumbraste en voz de la Vargas. Siguieron los discos y las giras. Escenarios alrededor del mundo se rendían ante su voz que, a pesar del cansancio de una vida intensa, sonaba mejor con los años. Y es que la sinceridad prima sobre las notas altas.

Chavela, que cantó para Elizabeth Taylor, que amó a Frida Khalo y fue ovacionada en el Olympia de París. Inspiración de otros marginales que, como ella, saben que la miseria genuina es mejor que la felicidad de plástico. Con todo y eso, no es más que una mujer tocada con el estigma y la bendición de ser heraldo de cariños perdidos, la banda sonora para las borracheras por desamor (que son las mejores); eso sí, hay que oírla con la misma desnudez con la que ella canta y dejar que las lágrimas broten sin tapujos con cada frase hecha daga.

La aparición de Cupaima (2006) -disco de canciones clásicas en el repertorio de Chavela presentadas en versiones que fusionan su simpleza original con sonidos prehispánicos- marcó su despedida definitiva aunque, como ella misma ha dicho, desde 1985 quiere retirarse y no la dejan. ¿Cómo resignarse, pues, a perderla? Sobre todo en épocas de inumerables ofertas de bisutería para ser feliz: Libros de autoayuda, canciones descafeinadas y Pare de Sufrir. El nuevo tabú del mundo es la pena como estado del alma. No se puede llorar ya en paz. Una pastilla y a otra cosa. Y qué de los que necesitamos regodearnos en un fango de miseria para ser felices. Qué de los que precisamos el punzón real de una pena para hacernos más fuertes. Qué hay de los descorazonados, los feos, los hinchas del Alianza Lima. A los que no nos basta con un pinche melodrama en la oscura sala de un cine para desfogar tanta tristeza. Nos queda Chavela Vargas y por eso te adoro, compañera.

Porque antes de ella, eso de que a algunos artistas se les admira y a otros se les quiere me sonaba a marketing infame, a contraportada barata. Pero es verdad, a Chavela la quiero y si llego a conocerla no pediré un autógrafo sino una bendición. Y hasta que llegue ese día seguiré mudando sus canciones –del casete al disco, del disco al mp3- como un equipaje taciturno. Necesito como otros tantos de su cadencia lastimera al cantar, de sus gritos desafinados y sus brazos extendidos como diciendo aquí estoy y todavía valor me sobra/ Para jugarlo otra vez/Si me matan a balazos/Que me maten y al cabo y qué. Porque una vida sin desamor vale menos que la pinche muerte.

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