miércoles, 24 de junio de 2009

El muro

Cuerpos que no pudieron desprenderse. Irónico y cruel lecho el suyo: ni en el suelo del que huían ni en el suelo que ansiaban con demencia. La descarga eléctrica chamuscó sus manos y piernas, cerrando un pacto involuntario entre ellos y el alambrado. La señora con bigotes se persigna y reanuda la marcha lúgubre. Es nuestra vanguardia de turno. Antes lo fueron un tipo que fracasó en la vía legal y luego un camionero colorado que nos trajo a escondidas hasta el desierto.
Alguien enciende un cigarrillo y en su brillo insurgente, irrumpiendo la oscuridad gélida, proyecto el cuadro impresionista de un amanecer pausado y distinto y con futuro. La correlación sigue de largo, no obstante, y cuando asciende la primera bocanada regresa a mi memoria el olor a caucho quemado de la intolerancia. Nos rompieron la quijada. Luego construyeron el muro.
Todo por una palabra. Alguna ama de llaves debió soltarla una tarde sin mucho trabajo, recordando el paisaje polvoriento de su niñez. Y aunque al principio se asustó del escapismo de su memoria, al ver que nada sucedía empezó a pronunciarlo seguido y hasta en forma de bolero. Se cuidó, eso sí, de no hacerlo frente a sus patrones. Pero el niño albo que rondaba la cocina grabó esa palabra en su memoria donde durmió sus años de avioncitos, masturbación, rebeldía y asentamiento hasta que vino a salvarle justo cuando estaba a punto de renunciar a su carrera de artista.
Achipíjolear. Primero en las obras del niño albo, luego en las discotecas, la ropa, la moda fatua. El descubrimiento exótico le quitó el respingado a la mirada que nos solían otorgar. Nos pusieron de moda antes de ponernos en el paredón. Se abrieron las puertas para el color tostado. Todos eran bienvenidos a lo redituable. El color tostado bailó, comió, influyó y se hizo rico. Achipijoleante error. Dicen que donde hay dos de nosotros hay desmadre. Imagínense trece, millones, think about it dijo el infame; el bote no alcanza para todos, too many, too much. ¡Que no vengan más!
Por eso la alambrada, las minas disfrazadas de arbustos y al final si se tiene suerte -la señora con bigotes parece traérnosla- el muro contundente de hipócrita blancura. Cruzarlo requiere poderes ícaros, un golpe de suerte o arañar los bloques y subir sangrando.
Ellos lo pusieron para tapear la entrada. Pero nosotros sólo queremos volver a casa. Y hacia allí vamos. Hacia la borrascosa salida.

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